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Descentralizando la Esencia de la Innovación Pública: Más Allá de la Tecnología y el Capital

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La innovación en la administración pública se ha convertido en un tema recurrente, a menudo asociado con la introducción de lo nuevo y percibido como un símbolo de progreso y desarrollo. Sin embargo, su alcance va mucho más allá: implica una gestión que aspira a lo “más” y lo “mejor”, optimizando y priorizando las necesidades para encontrar formas superiores de hacer las cosas. Este artículo propone que la innovación pública debe trascender la tecnología y el capital, integrando la descentralización y la colaboración ciudadana como herramientas para transformar la gestión pública, pero con un manejo cuidadoso de los términos empleados, dado su trasfondo histórico e ideológico. Desde una perspectiva ética y analítica, se busca reflexionar sobre el propósito de la innovación: ¿es una mera respuesta a la modernización, o un medio para construir una sociedad más justa y participativa? En este sentido, innovar en la administración pública no es solo implementar cambios, sino practicar un arte de equilibrios que armonice las necesidades locales, los valores éticos y las demandas del siglo XXI.

La Innovación Pública: Un Proceso Dinámico con Raíces Históricas

Para comprender qué significa innovar en la administración pública, es esencial explorar el trasfondo etimológico de la palabra “innovación”. Proveniente del latín innovare, que significa “hacer algo nuevo”, la innovación no se limita a introducir novedades por capricho; implica un proceso dinámico que abarca diversas perspectivas para generar cambios efectivos (Osborne & Brown, 2005). Estas perspectivas incluyen una introspección, para evaluar las estructuras internas; una extrospección, para aprender de experiencias externas; una retrospección, que analiza el pasado para identificar mejoras; y una prospección, que imagina el futuro y diseña estrategias para adaptarse o liderar las demandas del siglo XXI. La prospección, derivada del latín prospectus (“mirada hacia adelante”), fue conceptualizada por Gaston Berger como una herramienta para anticipar escenarios futuros y planificar estratégicamente, lo que resulta crucial para la gestión pública moderna (Berger, 1957).

Un término clave en este contexto es “descentralización”, del latín de- (separación) y centrum (centro), que históricamente ha sido asociado tanto al liberalismo, que busca reducir el poder estatal, como a corrientes socialistas, como las ideas de Proudhon, que abogaban por comunidades autónomas (Rondinelli, 1981). En la innovación pública, la descentralización debe entenderse como una herramienta práctica para mejorar la eficiencia, no como un fin ideológico. En Francia, por ejemplo, la descentralización ha sido un pilar desde la reforma de 1982, cuando se transfirieron competencias a regiones y departamentos, permitiendo innovaciones como el sistema de participación ciudadana en la región de Île-de-France, donde los ciudadanos co-diseñan proyectos de infraestructura urbana (Chevallier, 1991). En España, un caso similar se observa en la transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas, como en el País Vasco, donde el Plan de Innovación Pública ha combinado tecnología con procesos participativos para generar servicios más accesibles (Gobierno Vasco, 2020).

A menudo, se reduce la innovación pública a la implementación de tecnologías avanzadas, como el “gobierno digital” o la “administración electrónica”. Sin embargo, esta visión es reduccionista. La verdadera innovación implica una metamorfosis profunda en la cultura organizacional, redefiniendo valores como la transparencia, la equidad, la empatía y la probidad (Pollitt & Bouckaert, 2011). Términos como “gobierno digital” no son meras etiquetas tecnológicas; representan una nueva relación entre ciudadanos y Estado, donde la innovación actúa como un puente hacia una gestión más cercana, siempre buscando el equilibrio entre modernización y servicio humano.

La Colaboración Ciudadana y el Rol de la Voluntad Política

La participación activa de los ciudadanos es esencial para que las políticas públicas reflejen las necesidades reales de la sociedad. En lugar de hablar de “inteligencia colectiva”, que puede evocar ideas colectivistas, prefiero referirme a este proceso como “colaboración ciudadana”. En Francia, la ciudad de París ha implementado desde 2014 el presupuesto participativo, permitiendo a los ciudadanos proponer y votar proyectos para mejorar la ciudad, como la creación de espacios verdes o la mejora de la movilidad urbana, un modelo que ha sido replicado en otras ciudades francesas (Cabannes, 2020). Otro ejemplo es el proyecto de la moneda local “La Grama” en Santa Coloma de Gramenet, España, donde ciudadanos y comerciantes diseñaron un sistema que fomenta el consumo local y la inclusión social, fortaleciendo la economía dentro de un marco plural que respeta la iniciativa individual (Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet, 2016). En Argentina, el proyecto Didi utiliza tecnología blockchain para crear identidades digitales que facilitan el acceso a servicios en comunidades vulnerables, promoviendo la inclusión sin cuestionar las estructuras económicas existentes (BID Lab, 2021).

La colaboración ciudadana, aunque esencial, no puede alcanzar su pleno potencial si la innovación pública se ve atrapada en lógicas extremas. La tecnología por sí sola no resuelve este dilema; el factor determinante es la voluntad política (Moore, 1995). La creación de normativas, controles administrativos y optimizaciones depende de la disposición de las clases gobernantes, quienes determinan los mecanismos para innovar. En México, la transferencia de recursos a estados como Baja California para gestionar programas de salud y educación ha permitido diseñar políticas más alineadas con las realidades locales. Sin embargo, los fondos etiquetados del Ramo 33 limitan la flexibilidad económica; por ejemplo, en 2021, el municipio de Tijuana no pudo implementar un sistema digital de atención médica debido a restricciones en el uso de estos fondos, lo que retrasó la mejora de servicios para comunidades rurales (INEGI, 2022). Esto evidencia cómo la voluntad política puede ser tanto un habilitador como un obstáculo para la innovación.

Además, la innovación pública no puede reducirse a las lógicas del capital, donde el valor se mide únicamente por indicadores de eficiencia económica. Los intentos de gestionar lo público como una empresa privada han mostrado sus límites: cuando el hospital se convierte en un centro de costos y la escuela en una línea de producción, se pierde la esencia misma del servicio público. Sin embargo, tampoco puede caerse en la ingenuidad marxista que sueña con abolir todo mercado mientras centraliza las decisiones en una burocracia omnisciente. Tanto la mercantilización neoliberal como el estatismo rígido tienden a crear sistemas que limitan la creatividad local, como ha sido analizado por autores que exploran las tensiones entre estos modelos en la gestión pública (Clarke & Newman, 1997). Los casos exitosos de innovación —desde las cooperativas vascas hasta los presupuestos participativos franceses— demuestran que hay una tercera vía: sistemas donde lo público, lo comunitario y lo privado se entrelazan, donde la tecnología sirve a las personas y no al revés, y donde la descentralización es real pero no caótica. Esta es la auténtica innovación: la que reconoce que administrar es un arte de equilibrios.

Caminos para el Futuro: Cultura Administrativa y Prospectiva

Aunque la voluntad política es clave, existe una vía alternativa para impulsar la innovación: la cultura administrativa. Esta ruta es más lenta, pero puede ser igual o más transformadora. A través de la capacitación y el compromiso de los funcionarios públicos, se puede cambiar la gestión pública desde dentro. En Francia, el programa “Action Publique 2022” buscó transformar la administración pública mediante la capacitación de funcionarios y la digitalización de servicios, logrando avances como la simplificación de trámites administrativos en línea (Gouvernement de France, 2018). En Chile, el Laboratorio de Gobierno es otro ejemplo, promoviendo una cultura administrativa más flexible y orientada al servicio mediante la formación en metodologías innovadoras y la colaboración con ciudadanos y el sector privado (Laboratorio de Gobierno, 2020).

Sin embargo, para que la cultura administrativa sea verdaderamente transformadora, debe evitar caer en modas superficiales que confundan innovación con gestos simbólicos. Hoy abundan los «laboratorios de innovación» que son poco más que espacios decorados con pizarras de colores, o las «plataformas digitales» que replican online la burocracia offline, un fenómeno que ha sido criticado por su falta de impacto real en la vida de los ciudadanos (Bason, 2018). La auténtica innovación debería medirse por su capacidad de alterar positivamente la vida cotidiana de las personas, no por la cantidad de bots implementados o de talleres realizados. Además, la innovación debe servir para afinar y llevar a cabo una estrategia a largo plazo de carácter nacional, en lugar de un plan a corto plazo que cambia con cada gobierno y dirigente. Por ejemplo, una estrategia nacional podría incluir la creación de un marco normativo que fomente la descentralización efectiva, la promoción de alianzas público-privadas para financiar proyectos locales, y el uso de la prospección para anticipar desafíos como la exclusión digital o el cambio climático, asegurando continuidad en las políticas públicas más allá de los ciclos políticos.

El camino hacia adelante requiere honestidad intelectual: reconocer que no todas las comunidades necesitan lo mismo, que no todos los problemas se resuelven con aplicaciones digitales, y que a veces la innovación más radical es volver a lo básico: transparencia en la gestión, continuidad en las políticas y respeto por el conocimiento local. Desde la perspectiva de la prospección, podemos imaginar un futuro donde la descentralización y la colaboración ciudadana generen una gobernanza más inclusiva, siempre que se manejen con cuidado las implicaciones de los términos que utilizamos (Godet, 2001). La innovación pública, cuando se fundamenta en valores como la equidad, la transparencia y la responsabilidad, tiene el potencial de transformar la administración en un sistema más humano y adaptado a las necesidades del siglo XXI. Proyectos como La Grama, Didi y el presupuesto participativo de París demuestran que es posible innovar desde lo local sin derivar hacia modelos ideológicos extremos. Innovar, en definitiva, no es seguir tendencias globales, sino tener la sabiduría de adaptarlas y el coraje de rechazarlas cuando no correspondan. Este es el arte de equilibrios que define la administración pública del futuro: una gestión que, al promover alianzas entre ciudadanos, gobiernos y el sector privado, y al reflexionar críticamente sobre el propósito ético de la innovación, construya un sistema eficiente, transparente y justo, sin comprometer los principios de libertad individual y pluralidad.


Referencias

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  • Pollitt, C., & Bouckaert, G. (2011). Public Management Reform: A Comparative Analysis. Oxford University Press.
  • Rondinelli, D. A. (1981). Decentralization and Development: Policy Implementation in Developing Countries. Sage Publications.

L’innovation dans l’administration publique : un processus dynamique aux racines historiques

L’innovation dans l’administration publique est devenue un thème récurrent, souvent associé à l’introduction de nouveautés et perçue comme un symbole de progrès et de développement. Cependant, son champ d’action va bien au-delà : elle implique une gestion qui aspire à « plus » et à « mieux », optimisant et priorisant les besoins pour trouver des manières supérieures de faire les choses. Cet article propose que l’innovation publique transcende la technologie et le capital, en intégrant la décentralisation et la collaboration citoyenne comme outils pour transformer la gestion publique, tout en manipulant avec précaution les termes employés, compte tenu de leur arrière-plan historique et idéologique. D’une perspective éthique et analytique, il s’agit de réfléchir à la finalité de l’innovation : est-ce une simple réponse à la modernisation, ou un moyen de construire une société plus juste et participative ? En ce sens, innover dans l’administration publique ne consiste pas seulement à mettre en œuvre des changements, mais à pratiquer un art de l’équilibre qui harmonise les besoins locaux, les valeurs éthiques et les exigences du XXIe siècle.

L’innovation publique : un processus dynamique aux racines historiques

Pour comprendre ce que signifie innover dans l’administration publique, il est essentiel d’explorer l’arrière-plan étymologique du mot « innovation ». Issu du latin innovare, qui signifie « faire quelque chose de nouveau », l’innovation ne se limite pas à introduire des nouveautés par caprice ; elle implique un processus dynamique qui englobe diverses perspectives pour générer des changements effectifs (Osborne & Brown, 2005). Ces perspectives incluent une introspection, pour évaluer les structures internes ; une extrospection, pour apprendre des expériences externes ; une rétrospection, qui analyse le passé pour identifier des améliorations ; et une prospective (prospection), qui imagine l’avenir et conçoit des stratégies pour s’adapter ou répondre aux exigences du XXIe siècle. La prospective, dérivée du latin prospectus (« regard vers l’avenir »), a été conceptualisée par Gaston Berger comme un outil pour anticiper les scénarios futurs et planifier stratégiquement, ce qui est crucial pour la gestion publique moderne (Berger, 1957).

Un terme clé dans ce contexte est la « décentralisation », du latin de- (séparation) et centrum (centre), qui a historiquement été associée tant au libéralisme, cherchant à réduire le pouvoir étatique, qu’à des courants socialistes, comme les idées de Proudhon, prônant des communautés autonomes (Rondinelli, 1981). Dans l’innovation publique, la décentralisation doit être comprise comme un outil pratique pour améliorer l’efficacité, et non comme une fin idéologique. En France, par exemple, la décentralisation est un pilier depuis la réforme de 1982, lorsque des compétences ont été transférées aux régions et départements, permettant des innovations comme le système de participation citoyenne en Île-de-France, où les citoyens co-conçoivent des projets d’infrastructures urbaines (Chevallier, 1991). En Espagne, un cas similaire est observé avec le transfert de compétences aux Communautés Autonomes, comme au Pays Basque, où le Plan d’Innovation Publique a combiné technologie et processus participatifs pour offrir des services plus accessibles (Gouvernement Basque, 2020).

Souvent, l’innovation publique est réduite à la mise en œuvre de technologies avancées, telles que le « gouvernement numérique » ou l’« administration électronique ». Cette vision est toutefois réductrice. La véritable innovation implique une métamorphose profonde de la culture organisationnelle, redéfinissant des valeurs telles que la transparence, l’équité, l’empathie et la probité (Pollitt & Bouckaert, 2011). Des termes comme « gouvernement numérique » ne sont pas de simples étiquettes technologiques ; ils représentent une nouvelle relation entre citoyens et État, où l’innovation agit comme un pont vers une gestion plus proche, tout en cherchant l’équilibre entre modernisation et service humain.

La collaboration citoyenne et le rôle de la volonté politique

La participation active des citoyens est essentielle pour que les politiques publiques reflètent les besoins réels de la société. Plutôt que de parler d’« intelligence collective », qui peut évoquer des idées collectivistes, je préfère qualifier ce processus de « collaboration citoyenne ». En France, la ville de Paris a mis en place depuis 2014 un budget participatif, permettant aux citoyens de proposer et voter des projets pour améliorer la ville, tels que la création d’espaces verts ou l’amélioration de la mobilité urbaine, un modèle qui a été repris dans d’autres villes françaises (Cabannes, 2020). Un autre exemple est le projet de monnaie locale « La Grama » à Santa Coloma de Gramenet, en Espagne, où citoyens et commerçants ont conçu un système qui encourage la consommation locale et l’inclusion sociale, renforçant l’économie dans un cadre pluraliste qui respecte l’initiative individuelle (Mairie de Santa Coloma de Gramenet, 2016). En Argentine, le projet Didi utilise la technologie blockchain pour créer des identités numériques facilitant l’accès aux services dans les communautés vulnérables, favorisant l’inclusion sans remettre en question les structures économiques existantes (BID Lab, 2021).

La collaboration citoyenne, bien qu’essentielle, ne peut atteindre son plein potentiel si l’innovation publique est entravée par des logiques extrêmes. La technologie seule ne résout pas ce dilemme ; le facteur déterminant est la volonté politique (Moore, 1995). La création de réglementations, de contrôles administratifs et d’optimisations dépend de la disposition des classes dirigeantes, qui déterminent les mécanismes d’innovation. Au Mexique, le transfert de ressources à des États comme la Basse-Californie pour gérer des programmes de santé et d’éducation a permis de concevoir des politiques plus alignées sur les réalités locales. Cependant, les fonds affectés du Ramo 33 limitent la flexibilité économique ; par exemple, en 2021, la municipalité de Tijuana n’a pas pu mettre en place un système numérique de soins médicaux en raison des restrictions sur l’utilisation de ces fonds, retardant l’amélioration des services pour les communautés rurales (INEGI, 2022). Cela montre comment la volonté politique peut être à la fois un levier et un obstacle à l’innovation.

De plus, l’innovation publique ne peut se réduire aux logiques du capital, où la valeur est uniquement mesurée par des indicateurs d’efficacité économique. Les tentatives de gérer le public comme une entreprise privée ont montré leurs limites : lorsque l’hôpital devient un centre de coûts et l’école une chaîne de production, l’essence même du service public est perdue. Cependant, il ne faut pas non plus tomber dans une naïveté marxiste qui rêve d’abolir tout marché tout en centralisant les décisions dans une bureaucratie omnisciente. Tant la marchandisation néolibérale que l’étatisme rigide tendent à créer des systèmes qui limitent la créativité locale, comme l’ont analysé des auteurs explorant les tensions entre ces modèles dans la gestion publique (Clarke & Newman, 1997). Les cas réussis d’innovation — des coopératives basques aux budgets participatifs français — démontrent qu’il existe une troisième voie : des systèmes où le public, le communautaire et le privé s’entrelacent, où la technologie sert les personnes et non l’inverse, et où la décentralisation est réelle mais non chaotique. C’est là l’innovation authentique : celle qui reconnaît que l’administration est un art de l’équilibre.

Perspectives d’avenir : culture administrative et prospection

Bien que la volonté politique soit cruciale, il existe une voie alternative pour promouvoir l’innovation : la culture administrative. Ce chemin est plus lent, mais peut être tout aussi transformateur. À travers la formation et l’engagement des fonctionnaires publics, il est possible de changer la gestion publique de l’intérieur. En France, le programme « Action Publique 2022 » a cherché à transformer l’administration publique par la formation des fonctionnaires et la numérisation des services, réalisant des avancées comme la simplification des démarches administratives en ligne (Gouvernement de France, 2018). Au Chili, le Laboratoire de Gouvernement est un autre exemple, promouvant une culture administrative plus flexible et orientée vers le service grâce à la formation à des méthodologies innovantes et à la collaboration avec les citoyens et le secteur privé (Laboratoire de Gouvernement, 2020).

Cependant, pour que la culture administrative soit véritablement transformante, elle doit éviter de tomber dans des modes superficielles qui confondent l’innovation avec des gestes symboliques. Aujourd’hui, les « laboratoires d’innovation » abondent, souvent réduits à des espaces décorés de tableaux colorés, ou les « plateformes numériques » qui reproduisent en ligne la bureaucratie hors ligne, un phénomène critiqué pour son manque d’impact réel sur la vie des citoyens (Bason, 2018). La véritable innovation devrait se mesurer par sa capacité à améliorer positivement la vie quotidienne des personnes, et non par le nombre de bots déployés ou d’ateliers organisés. De plus, l’innovation doit servir à affiner et mettre en œuvre une stratégie à long terme de portée nationale, plutôt qu’un plan à court terme qui change avec chaque gouvernement et dirigeant. Par exemple, une stratégie nationale pourrait inclure la création d’un cadre réglementaire favorisant une décentralisation effective, la promotion de partenariats public-privé pour financer des projets locaux, et l’utilisation de la prospective pour anticiper des défis comme l’exclusion numérique ou le changement climatique, assurant une continuité des politiques publiques au-delà des cycles politiques.

Le chemin à suivre exige une honnêteté intellectuelle : reconnaître que toutes les communautés n’ont pas les mêmes besoins, que tous les problèmes ne se résolvent pas avec des applications numériques, et que parfois l’innovation la plus radicale consiste à revenir à l’essentiel : transparence dans la gestion, continuité des politiques et respect du savoir local. Depuis la perspective de la prospective, nous pouvons imaginer un avenir où la décentralisation et la collaboration citoyenne génèrent une gouvernance plus inclusive, à condition de manier avec soin les implications des termes que nous utilisons (Godet, 2001). L’innovation publique, lorsqu’elle est fondée sur des valeurs telles que l’équité, la transparence et la responsabilité, a le potentiel de transformer l’administration en un système plus humain et adapté aux besoins du XXIe siècle. Des projets comme La Grama, Didi et le budget participatif de Paris démontrent qu’il est possible d’innover localement sans dériver vers des modèles idéologiques extrêmes. Innover, en définitive, ce n’est pas suivre les tendances mondiales, mais avoir la sagesse de les adapter et le courage de les rejeter lorsqu’elles ne conviennent pas. C’est là l’art de l’équilibre qui définit l’administration publique de l’avenir : une gestion qui, en favorisant des alliances entre citoyens, gouvernements et secteur privé, et en réfléchissant de manière critique à la finalité éthique de l’innovation, construit un système efficace, transparent et juste, sans compromettre les principes de liberté individuelle et de pluralité.

Bibliographie

  • Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet. (2016). La Grama: Moneda local digital para la inclusión social. Santa Coloma de Gramenet, España.
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